Buen día para todos/as, a continuación les copio el siguiente cuento clásico con el que trabajaremos con los chicos y las chicas.
Me parece interesante que ustedes lo lean para así poder compartirlo.
Saludos!
El príncipe rana
En
aquellos tiempos, por desgracia pasados, en que todo deseo se cumplía, vivía
un rey cuyas hijas eran todas muy hermosas, pero la menor lo era de modo que
el mismo Sol, que tanto bueno ha visto, se asombraba cada vez que iluminaba
su rostro.
Cerca
del castillo real había un bosque grande y sombrío, y en este, bajo un viejo
tilo, un pozo. Cuando hacía mucho calor, iba la hija del rey al bosque y se
sentaba a la orilla del pozo, y si quería divertirse, jugaba con una pelota
de oro, la tiraba a lo alto y volvía a atajarla. Era el juego que más la
distraía. Sucedió una vez que, al tirar en alto la bola de oro, no cayó en
sus manos sino al suelo y rodó al agua. Siguió la princesa con los ojos, pero
la bola desapareció y el pozo era tan hondo que no había esperanza de
recobrarla. Entonces comenzó a llorar sin consuelo.
En
esto oyó una voz que decía:
–¿Qué
tienes, hija del rey, que lloras de un modo capaz de enternecer a una piedra?
Miró
en derredor para ver de dónde salía la voz y vio una rana que sacaba del agua
su asquerosa cabeza.
–¡Ah!
¿Eres tú, vieja rana? –le dijo–. Lloro por mi bola de oro que se me cayó en
el pozo.
–Cállate –contestó la rana–. Yo puedo
ayudarte, pero ¿qué me das si saco tu juguete?
–Lo
que quieras, querida rana –le dijo–. Mis vestidos, mis perlas y piedras
preciosas, hasta la corona de oro que llevo puesta, te la daré con gusto.
La
rana contestó:
–No
quiero tus vestidos, ni tus perlas, ni tus piedras preciosas, ni tu corona de
oro; pero si quieres tenerme contigo como amiga y compañera en tus juegos,
sentarme a tu mesa, darme de comer en tu plato de oro y acostarme en tu
almohada, bajaré al pozo y subiré la bola de oro.
–¡Ah!
–dijo ella–. Te prometo todo lo que quieras con tal de que me devuelvas la
bola. Pero pensaba: “¡Qué cosas pide esta infeliz rana! Puede cantar en el
agua entre sus iguales pero no puede ser compañera de ningún humano”.
La
rana, cuando le prometió lo que pedía, hundió la cabeza en el agua, bajó al
fondo del pozo y, poco después, apareció de nuevo llevando en la boca la bola
de oro, que arrojó en la hierba.
La
hija del rey, llena de alegría cuando vio su juguete, echó a correr con la
bola en sus manos.
–¡Espera, espera! –le gritó la rana–.
¡Llévame contigo; yo no puedo correr tanto como tú! Pero de nada le sirvió
gritar porque la princesa no le hacía caso: corría a su casa y muy pronto
olvidó a la pobre rana, que tuvo que volver a su pozo.
Al
día siguiente, cuando la princesa estaba sentada a la mesa con su padre el
rey y los cortesanos, oyó subir una cosa por la escalera de mármol del
palacio.
El
visitante que llegaba llamó a la puerta y exclamó:
–¡Hija
menor del rey, ábreme!
Se
levantó la princesa y quiso ver quién llamaba. Al abrir, vio a la rana. Cerró
la puerta corriendo y volvió a la mesa con mucho miedo. Notando el rey la
agitación de su hija, le dijo:
–Hija mía, ¿qué tienes? ¿Hay en la puerta
algún gigante que venga por ti? –¡Ah, no! –contestó–. No es ningún gigante,
es una rana muy fea.
–¿Qué
quiere de ti la rana?
–¡Ay, amado padre! Cuando estaba ayer
jugando en el bosque junto al pozo, se me cayó al agua mi bola de oro, como
lloraba, la rana me la subió, después de haberme exigido que le ofreciese ser
su compañera... Pero nunca creí que pudiera alejarse del agua. Ahora ha
venido y quiere entrar en el palacio.
Entretanto,
llamaba por segunda vez la rana, diciendo:
–¡Hija menor del rey, ábreme! ¿Olvidaste lo
que prometiste ayer, junto al pozo? ¡Hija menor del rey, ábreme!
Entonces
el rey dijo:
–Lo
que has prometido, debes cumplirlo. Ve y abre.
La
princesa fue, abrió la puerta y entró la rana que acompañó a la joven hasta
llegar a su silla. Se sentó en el suelo y dijo:
–¡Levántame!
La
joven vaciló hasta que se lo mandó el rey.
La
rana saltó de la silla a la mesa y dijo:
–Ahora
acércame tu plato de oro para que comamos juntas.
Hízolo enseguida la princesa, pero se notaba
que a disgusto. La rana comió mucho, pero la joven no podía probar bocado.
Al
fin dijo la rana:
–Estoy
fatigada; llévame a la alcoba y prepara tu almohada de seda para que duerma a
tu lado.
La
hija del rey empezó a llorar, pero el rey dijo:
–No
debes despreciar a la que te ayudó cuando la necesitabas.
Entonces
la princesa la tomó con dos dedos, la llevó con ella y la dejó en un rincón.
En
cuanto la princesa estuvo acostada, la rana se acercó saltando y le dijo:
–Estoy
cansada. Quiero dormir cómodamente como tú, súbeme a tu almohada o se lo diré
a tu padre.
La
princesa se enojó, tomó a la rana y la arrojó sobre la almohada diciendo:
–¡Ahora
descansarás, rana asquerosa!
Y
tapándose el rostro con las manos, permaneció sollozando en un rincón del
cuarto hasta quedarse dormida.
Por
la mañana, al despertar, la princesa se sorprendió al ver de pie, junto a
ella, a un apuesto príncipe.
–Una
malvada hechicera me embrujó –explicó el príncipe–. me condenó a ser una rana
y a vivir en el pozo hasta que una princesa me permitiera entrar en su casa,
comer de su plato y dormir en su almohada.
La
princesa se sintió avergonzada por lo grosera que había sido con la rana.
Pero ella y el príncipe se casaron poco después y vivieron por siempre
felices.
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